Por Alisson Hincapié Ramírez
“Estaba en el taller a 5 minutos de Gómez Plata, sentimos las primeras ráfagas, me asomé por el techo y vi aproximadamente entre 20 y 30 subversivos del ELN acercándose hacia el casco urbano del municipio antioqueño. Sentí mucho susto, no sabía qué hacer porque estaba de civil y no portaba mi armamento, el mecánico me decía: “quédese acá, quédese acá”, yo sin embargo me llené de valor, tomé mi motocicleta y emprendí la marcha, los subversivos al percatarse que estaba huyendo empezaron a dispararme, sentía las balas pasar muy cerca de mí, cuando entré a la población el señor del asadero recibió un impacto en su pierna que muy seguramente era para mí; yo seguí la huída y no paré hasta llegar a la vecina población de Guadalupe, esa misma noche me di cuenta que la población había sido ferozmente atacada y fue asesinado el comandante de la estación de policía”
Esta es una de las tantas historias que narra el ex policía Julián Mauricio García Calderón, un colombiano que vivió una infancia sin lujos y con necesidades económicas que lo obligaron a trabajar desde muy pequeño. A causa de la pobreza decidió salir de su corregimiento La Aguadita, jurisdicción del municipio de Fresno, Tolima y se dirigió hacia Medellín en busca de un mejor futuro.
A sus 18 años se encontraba se encontraba en la capital paisa, con toda la ilusión, confianza en Dios. Allí empezó su historia, tocando puertas y repartiendo hojas de vida, una historia que se tornó difícil por la falta de palancas o del empujón, del que muchas personas en nuestra sociedad carecen.
Cuando empezaba a dar todo por perdido, alguien confió en él, el señor Sergio Valencia, un abogado a quién Julián Mauricio lavaba su auto, pero que del qué se convertiría en su mensajero. Un día mientras realizaba una de sus actividades, pasó por La Estación de Policía La Candelaria y observó un cartel de incorporación. Una escena que lo puso a fantasear con Policías y Ladrones, un juego que practicaba en su infancia y del cual solía cumplir el rol del servidor de la ley.
Esta imagen lo motivó a hacer la inscripción, que se volvería una realidad el 5 de agosto de 1996, día en el que arrancó su proceso en la Escuela de Policía Carlos Eugenio Restrepo en el municipio de la Estrella- Antioquia. Lo que empezaba como un lindo sueño no tardaría mucho en convertirse en como lo diría Julián, una terrible pesadilla, factores como la exigencia económica y la rigurosidad del entrenamiento, estuvieron cerca de derrumbarlo, sin embargo, tuvo la suerte de contar con grandes amigos que le brindaron apoyo, como fue el caso su curso[1] Leonardo Hincapié Castaño.
“Recuerdo mucho a mi curso García, siempre fue un muchacho alegre y con mucha verraquera, se sentía mal por no contar con recursos económicos, pero gracias a Dios tuve la oportunidad de compartir muchas cosas con él, hoy por hoy tenemos una gran amistad proveniente de aquellos duros momentos en la escuela”. Asegura Hincapié, quien durante cinco meses fue su mejor amigo.
Luego de que su compañero dejara la escuela le tocó sobreponerse y completar los siete meses que restaban para terminar el curso. Una vez de culminado el proceso formativo, donde aprendió labores de vigilancia y contraguerrilla, inició sus labores como policía profesional, una situación que le causaba ansiedad, debido a la situación de orden público que enfrentaba el país los años noventa, donde se vivieron sendas incursiones guerrilleras como la toma a la base militar de Las Delicias o la toma al Cerro de Patascoy, acciones que dejaron más de 140 víctimas, entre los que se destacan civiles, policías y soldados.
Este tipo de violencias se convirtió en la cotidianidad de los colombianos en las décadas finales del siglo XX, una situación que estuvo enmarcada en la guerra contra las drogas, disputada entre los carteles del narcotráfico, el estado colombiano y los movimientos subversivos.
En medio de este panorama empezó a trabajar Julián Mauricio. Su experiencia lo llevó a recorrer Cisneros, Gómez Plata y Guadalupe, donde le tocó enfrentarse por primera vez cara a cara con subversivos del ELN.
“Ese día estaba de servicio y a las 8:30 pm comenzaron los primeros rafagazos del ELN, entonces quedé expuesto en el parque del pueblo sin poder atrincherarme, sentí mucho miedo. Mi compañero Achicanoi reaccionó y empezó a repeler el ataque, y al ver que yo no reaccionaba me lanzó la botellita de ron que guardaba siempre en el chaleco, me tomé un trago y por fin pude relajarme para empezar a devolver los disparos con mi fusil Galil calibre 7.62 ”. Así cuenta cómo vivió la primera incursión armada, quien constantemente realizaba hostigamientos a la estación de policía de ese municipio.
En medios de este tipo de situaciones se desarrolló su carrera en Antioquia, hasta que dada la situación de orden público y con ocasión del secuestro del Vuelo 9463 de Avianca que cubría la ruta Bogotá Bucaramanga, efectuado por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la Policía Nacional se dispuso a maximizar la seguridad.
En medio de esta decisión, fue trasladado para Santander donde vivió los verdaderos horrores de la guerra. Una noche, exactamente a las 12:30, en el CAI Faroles ubicado en la calle 30 con 16 en la capital del departamento, Julián, quién era el único patrullero en guardia, fue sorprendido por la detonación de un artefacto explosivo que le arrojaron dos delincuentes que se desplazaban en una moto, una situación que, por fortuna, no dejaría más que daños materiales.
Después de 10 meses de trabajo en Bucaramanga salió trasladado para Concepción, Santander. Julián asegura que: “fue el pueblo más complicado en orden público que pude vivir en toda mi carrera”. A las 8 pm, sin recibir todavía armamento y sin haber desempacado sus maletas, los subversivos le hicieron una bienvenida a través de fuego nutrido contra la estación de policía: Sin rastro de luz en el pueblo y escondido en su habitación podía sentir los disparos de las M -60 chocar contra las paredes por ambos frentes del edificio y las granadas de fúsil detonando igual de cerca, ahí pudo sentir mucho miedo y hacerse una idea de lo que le esperaba en este lugar: “Ellos acostumbran que cuando llegaba un policía al pueblo le hacían la bienvenida, entonces como tenían tantos informantes ese día me la hicieron a mí y pensé “¿Dios mío a dónde me mandaron? ”.Asegura con una pequeña carcajada Julián quien a su vez refiere que la severidad de cada hostigamiento iba subiendo gradualmente.
Así, el siguiente asedio sucedió un mes después. “Había un campeonato de microfútbol y yo fui a prestar seguridad. Cuando estábamos allá, más o menos a las 7:30 fuimos objeto de hostigamiento, los delincuentes buscaron un sitio estratégico en una bomba de abastecimiento que quedaba directo en la mira a la cancha de futbol. Fue complicado yo quedé atrincherado en una cancha de tejo que estaba al lado, algunos policías se alcanzaron a fugar porque se tiraron por un muro, y yo quedé en esa cancha con dos compañeros, y logramos salir del sitio gracias a la experiencia de un agente de apellido Gálvez, él nos dijo ´voy a hacer un rafagazo Garcia y usted grite que salga todo el mundo´ porque ahí había gente que estaba viendo el partido y estaban debajo de las graderías de cemento, entonces así fue y cuando él hizo el rafagazo salimos todos con la gente y nosotros logramos subir a la estación” Así narra Julián.
En otra ocasión, en medio de unas vacaciones, estaba en chanclas, sudadera y sin armamento. Julián venía de la tienda y se dirigía hacia su casa, pero una cuadra más arriba sé percató que toda la gente estaba corriendo por el parque, una situación que se salía de la normalidad. Empezó a correr y como acostumbraba hacerlo, se asomó con discreción. En otro momento habría tenido en sus manos su galil desasegurado y listo para reaccionar pero en ese momento solo tenía sus chanclas, un bocadillo para un vaso con leche y un papel para escribirle una carta a su mamá. Ese día la carretera no fue lo primero en su campo de visión, por el contrario, se encontró frente a frente con una silueta vestida de verde militar camuflado y un fusil galil 7.62 apuntándole a 3 metros de distancia; el guerrillero no dudó en disparar, pero su puntería falló. Julián comenzó a correr, el guerrillero lo persiguió realizando aproximadamente 25 disparos, que por fortuna no alcanzaron el objetivo deseado.
Sin el más mínimo destello de luz en el pueblo, con granadas y 2 M-60 disparando fuego nutrido en ambos frentes de la estación, comenzó lo que serían 30 minutos de tastilleo. Una vez en la estación rompió la puerta del armerillo y tomó su fusil, posteriormente se dirigió con dos compañeros a una mejor posición para contra emboscar, una estrategia que les sirvió para dar de baja a un insurgente que cargaba un cilindro bomba.
Para este entonces Julián García se estaba acercando lo que sería el enfrentamiento más duro de toda su carrera, el silencio de las 2:00 de la mañana se vio interrumpido por los primeros rafagazos, lo primero que un policía hace en este caso es tomar su fúsil y sus botas, esto es incluso más indispensable que la misma ropa. Como siempre lo primero que se iba antes de cada hostigamiento era la luz por eso Julián no pudo encontrar sus botas y tomó los tenis de un compañero que días atrás había asesinado. Sin botas, pero con su fusil empuñado para reaccionar, emprendió su marcha con otro compañero a una casa de bareque para atrincherarse y desde allí proteger la parte trasera de la estación
En el suelo y sin poder moverse quedaron atrapados por 12 horas Julián y su compañero, un movimiento en falso y una de las balas que chocaban contra la pared terminarían en su cabeza. Con fuego nutrido y recesos de unos cuantos minutos lograban jugar con la mente de los policías, uno de esos recesos se extendió un poco más que los otros así que la gente comenzó a salir de sus casas creyendo ingenuamente que la incursión había terminado, hasta el padre del pueblo salió a hacer una llamada, en ese momento el fuego enemigo regresó de manera tal que una bala impactó en la pierna del cura.
“Levábamos aproximadamente 11 horas de combate, cansados, con sed y hambre, cuando la cocinera de la estación en un gesto heroico arriesgó su vida, repartió carne asada y fresco por todos los puestos”
Cuando ya daban todo por perdido, el estado mental no daba para más y las municiones escaseaban, apareció el Ejército Nacional para dar apoyo a los policías y lograr el repliegue de los guerrilleros.
Estas son algunas de las historias que recuerda con voz entrecortada Julián Mauricio García Calderón, de los 23 años de servicio en la Policía Nacional, hoy por hoy se siente afortunado de haber salido con vida de su dura carrera después de haber visto a muchos de sus compañeros morir en combate. Manifiesta que “sin duda fue una gran experiencia y esta profesión me hizo la persona que soy pero si me preguntan no lo volvería a hacer”
“La última vez que supe de él fue en el año 1997- 98 cuando lo visité en la Estación de Policía de Gómez Plata, hasta que en el año 2017 él me contactó por Facebook, me agradó mucho saber de él, toda vez que siempre lo tuve en mis recuerdos y me impactó mucho ver que sigue con la alegría intacta que lo caracterizaba, pero sobre todo me impactó ver la madurez y el conocimiento con el que habla”. Así lo describe hoy su buen amigo y curso Leonardo Hincapié.
Al preguntarle a Julián cómo se siente después de haber vivido la guerra responde con una jocosa pero diciente frase “Si se cae un plato en la cocina y hace un estruendo, el susto mío no es igual al de cualquier persona”.
[1] Expresión que se utiliza en el argot militar para referirse a los compañeros de promoción.