Por: Manuela Guerra
Asistir al teatro sin grandes recursos teóricos y reconocerse amateur en el tema, implica, precisamente, resignificar (y ahí está la belleza de este arte) el valor estético y emocional que ofrece el escenario. No resta valor a la experiencia: La enriquece.
La frase improvisada del atrilero “el ser artista me hace libre” abre Quixote: una revisión circense del poema sinfónico de Richard Strauss, a cargo de la compañía española Truca Circus. Con ella, la oscuridad toma la sala y anuncia la entrada de los personajes, mientras los asistentes nos dejamos envolver por un espectáculo nacido del cruce entre el metateatro, el circo y la fantasía.
Con una estructura disruptiva, atravesada por la sátira y el humor negro, un grupo de singulares seres quijotescos irrumpen brincando, bailando y contorsionándose para desdibujar la frontera entre el escenario y los espectadores que, vulnerables, nos entregamos al telón.

La complicidad con la que conectan con el público y lo hacen partícipe de esta aventura cervantina ofrece no solo un espectáculo circense, sino la posibilidad de experimentar la libertad de entregarse a ese mosaico de emociones y estímulos sensoriales que solo el arte es capaz de causar.
El espectáculo se levanta entre danza, contorsionismo, hula hoops y metáforas que dan forma a un híbrido en el que la explicación literal de las aventuras y desventuras del ingenioso hidalgo resulta innecesaria. Incluso, el propio Quijote que fue “elegido” entre el público, cede protagonismo frente al tono acrobático que desplaza la trama para situar la atención en la experiencia física y poética del delirio.
Ese desplazamiento revela un trasfondo identitario más profundo, pues la obra, al ser vulnerable a múltiples variaciones, sugiere la posibilidad de que cualquiera, incluso nosotros como espectadores, podamos encarnar a Quijote: un personaje tan desvariado como humano, una alegoría de los excesos del deseo y sus consecuencias.
Y es esta cuestión, la que genera mayor relevancia porque implica una reconexión con lo humano desde una perspectiva antropocéntrica: ver el teatro como un espejo de la condición humana.

Y es que de eso trata Quixote: de situarnos más allá de lo literal y políticamente correcto, y dejarnos arrastrar por un juego de correspondencias y movimientos cuidadosamente orquestados, donde cada variación musical encuentra su traducción en una representación circense de las emociones del personaje. La música adquiere así un correlato visual que la expande y, al mismo tiempo la vuelve enigmática reforzando la metáfora del delirio quijotesco.
La propuesta no está exenta de riesgos: su ambición puede resultar confusa, y el metateatro desconcertar a quienes esperan una narración lineal y menos metafórica. Sin embargo, la estructura que propone Truca Circus es justamente lo desafiante: en ocasiones no sabes con claridad qué está ocurriendo y en esa incertidumbre reside su riqueza. Te obliga a mantenerte atento, a cuestionar y analizar lo que vez finalmente, procesarlo de manera activa.
En tiempos donde el arte tiende a fragmentarse en etiquetas, el Quixote de Truca Circus se erige como una propuesta integradora: música, circo, teatro y humor en un mismo escenario. El FITM, fiel a su espíritu de abrir puertas a lenguajes híbridos, ofrece con esta obra la oportunidad de asistir a un experimento que desafía y recuerda que el delirio también es una forma de verdad.
