Por: Manuela Guerra
El Festival Internacional de Teatro de Manizales recibió en su más reciente edición una de las apuestas artísticas más ambiciosas y simbólicas: Botero – El Ballet, una creación del Ballet Metropolitano de Medellín con coreografía de la colombo-belga Annabelle López Ochoa, música original de Juan Pablo Acosta y diseño visual de Diana Echandía. Esta obra busca trasladar a la danza el icónico universo plástico del Boterismo desde una interpretación emocional y simbólica.
Desde el inicio, la propuesta se anuncia como una metáfora del proceso creativo de Fernando. Una gran esfera verde que evoca tanto una manzana como un guiño a las formas infladas del maestro. A partir de ahí, la danza se convierte en el medio para explorar lo que Botero pintó y esculpió durante toda su vida: personajes con proporciones anchas, cotidianidad y el reflejo de testimonios y críticas políticas.
La obra está dividida en dos actos y reúne a más de una docena de bailarines. Desfilan toreros, músicos, payasos, animales y figuras religiosas, todos construidos con un vestuario artesanal impecable que, aunque no igual, retoma las texturas y volúmenes característicos del Boterismo. Es inevitable que el espectador se sienta dentro de un cuadro, viviendo la experiencia de Fernando en carne propia, pero con el añadido de que ahora las figuras cobran vida, se mueven, se relacionan y revelan dimensiones emocionales de la vida y del proceso creativo del artista.
Uno de los aciertos más notables es su capacidad de equilibrar la belleza visual con la música y el trasfondo emocional de las creaciones. Así, Botero – El Ballet logra huir del riesgo de convertirse en un simple homenaje ilustrativo, para instalarse en el terreno de la reinterpretación y la reflexión.
La introducción de La Mosca como un personaje significativo en la vida del maestro es tan acertada como hermosa, su presencia y ejecución implica no solo complicidad y compañía, sino, el gran poder conceptual y profesional de la obra. Ambos pertenecientes a un mismo universo, bailan al compás y viven juntos las gracias y desgracias.
En escenas como la del “circo”, la obra juega con lo festivo y colorido, pero deja entrever la fragilidad y profundidad de los personajes. En otras, como la que evoca a “Pedrito”, hijo fallecido del artista, la danza se torna íntima, casi confesional, y permite acceder a un Botero más humano, atravesado por el dolor y la memoria.
La música de Juan Pablo Acosta cumple un rol fundamental: no es solo un acompañamiento, sino un tejido que mezcla ritmos potenciando la plasticidad del movimiento. En diálogo con la coreografía permite que los cuerpos transmitan tanto ligereza como densidad dramática. Las gotas de sudor de los bailares reflejan el esfuerzo puesto en el escenario, y de cierta forma, la dedicación de Botero en todas sus creaciones.
El resultado es un bello y apasionante lenguaje híbrido que te hace querer encapsular el baile para repetirlo uno y otra vez. En términos visuales, el diseño de Echandía convierte el escenario en un lienzo viviente. Los trajes no buscan imitar literalmente las formas voluminosas, sino sugerirlas mediante cortes, accesorios, máscaras y materiales que generan sensación de densidad y exageración. Los marcos en movimiento en conjunto con la iluminación, crean el efecto de un espacio inmersivo que envuelve al espectador.
Esta reinterpretación del artista y su concepto nos deja experimentar y entender la otra cara de la moneda, no solo el arte físico y tangible, sino la sensibilidad y dedicación que acarreaba su creador. “Porque yo quiero morirme pintando”, “porque lo triste de morirse es no pintar”. Esto se nos revela en la personalidad dada a las pinturas: en el contra monumento del pájaro herido y el pájaro de la paz, que resignificaron no solo la violencia en Colombia, sino la dualidad misma en la vida personal de Fernando.
Al terminar la función, queda la sensación de haber presenciado un encuentro emocional entre disciplinas: la plástica, la música, la danza y el teatro que dialogan en igualdad, sin que ninguna se imponga sobre la otra.
Así, la obra del Ballet Metropolitano no solo rinde homenaje a Fernando Botero, sino que abre nuevas preguntas: ¿cómo se traduce la esencia de un estilo a otro lenguaje? ¿cómo dialoga la memoria y la experiencia de un artista con sus creaciones? En esas preguntas, más que en las respuestas, radica la verdadera fuerza de esta propuesta en el FITM.


