Por: Sofía Rojas
Las emociones que trae el teatro son tan fulminantes como la certeza de que el poder siempre cobra su precio. Así, con esa intensidad que sacude por dentro, llegó a Manizales la tragedia inmortal de Ricardo III, escrita por William Shakespeare y traída con maestría por el Teatro El Galpón de Uruguay, que iluminó el escenario del Teatro Fundadores el pasado 3 de octubre en el marco del Festival Internacional de Teatro.
La obra, considerada una de las más oscuras y dramáticas del autor inglés, se levantó sobre un escenario donde cada elemento parecía respirar al compás de la ambición desbordada de los personajes. La puesta en escena fue explosiva: de esas que no se contentan con narrar una historia, sino que buscan arrancarle al espectador sus propios fantasmas —los conflictos familiares, las falsas amistades, el deseo insaciable de tener siempre más—.

Y es que el teatro, incluso para quienes no nos decimos críticos ni expertos, se mide desde lo que hace vibrar al corazón. Porque, después de todo, el arte es la representación más sincera de lo que habita en lo profundo del alma humana. Por eso cualquiera, incluso sin conocer a Shakespeare ni su contexto, puede sentirse reflejado en ese oscuro espejo que nos pone enfrente Ricardo III.
Los diálogos, cargados de una precisión y una poética que sorprenden, sostuvieron el peso de la obra con una fuerza arrolladora. El público entero parecía contener la respiración: una quietud sagrada recorría la sala cada vez que un actor se plantaba en el centro del escenario para pronunciar sus líneas. Esa pausa, ese silencio lleno de expectación, daba a las palabras un protagonismo que las hacía brillar en la sombra.


El humor también jugó un papel importante. Aunque el drama arrollaba la puesta en escena como una ola que no da tregua, de vez en cuando emergían momentos pintorescos que aligeraban la tensión. Eran pequeños respiros que arrancaban sonrisas sinceras entre la tragedia. El humor caía justo donde debía, con la naturalidad de quien sabe que incluso en la crisis hay lugar para la risa. Y en esos instantes, la sala se sintió viva, latiendo al compás de los actores que parecían moverse entre la sombra y la luz con una gracia casi mágica.
Sin embargo, uno de los puntos más deslumbrantes de la obra fue su estética. Todo estaba cuidado con una precisión casi artesanal: el escenario sombrío que envolvía los cuerpos, los vestuarios isabelinos que parecían traer consigo el eco de otra época, las luces cálidas y a la vez vibrantes que jugaban con los rostros. Hasta el sonido y la musicalización acompañaban cada gesto con una delicadeza impecable. Para quienes amamos el arte, fue un verdadero deleite visual y sensorial. Hubo escenas tan admirables que una euforia sutil recorría el cuerpo, esa emoción que solo se despierta cuando el alma del espectador reconoce lo que ve.
La interpretación de Ricardo III fue ejecutada con entrega y precisión. Parecía que los personajes de Shakespeare se hubieran metido en la piel de los actores, adueñándose de sus cuerpos y de sus voces con naturalidad. Había momentos en que uno podía jurar que no eran intérpretes, sino almas antiguas reviviendo su destino frente a nosotros.

La preparación del Teatro El Galpón de Uruguay fue tan meticulosa como apasionada. Trajeron consigo ese drama inconfundible, logrando una puesta en escena impecable que dejó al público satisfecho. Su paso por el Festival Internacional de Teatro de Manizales no solo cumplió con las exigencias de un evento de alto reconocimiento: confirmó que el teatro, cuando se hace con tanto detalle, con tanta estética y con una preparación notable, tiene el poder de quedarse viviendo dentro de uno, como una emoción que no se apaga ni cuando cae el telón.
