Por: Daniel González Palacio
Presentada en el Festival Internacional de Teatro de Manizales, Gaspar y Violeta nos convoca a un acto de memoria a través de cantos de resistencia; un recordatorio contundente de que el arte en América Latina ha sido, y sigue siendo, un refugio frente a la violencia y la indiferencia. La puesta en escena ofrece una evocación biográfica que pronto se transforma en un viaje onírico: los personajes flotan entre las aguas del exilio, y los cantos de Violeta Parra se vuelven olas que los empujan hacia una Cuba imaginaria, donde el arte y la memoria aún resisten.

El proyecto une dos figuras que, a primera vista, habitan planos distintos: Violeta Parra, símbolo mayor de la cultura popular chilena, y Gaspar Rivas, líder social marcado por la tortura, el exilio y la clandestinidad. En escena, ambos se encuentran en un territorio simbólico donde la música y el testimonio dialogan, tejiendo una narrativa que oscila entre lo íntimo y lo colectivo.
Sergio López Vigueras, director y dramaturgo, propone un lenguaje escénico híbrido que combina actuación, música en vivo y coreografía. No se trata de mostrar la violencia de forma frontal, sino de evocarla en atmósferas oníricas donde la esperanza aún es posible en medio del dolor. En ese espacio, las canciones de Violeta Parra funcionan como refugio: una forma de sostener el alma frente al horror.
Pero la obra no se conforma con el homenaje. En medio del canto y la memoria irrumpe un tercer personaje con la precisión de un bisturí: un hombre que aparenta ser un conferencista, pero cuyo porte y tono dejan entrever su origen militar. Toma el micrófono con la calma didáctica de una charla TED —en este caso, una “charla RED”—. Su voz, medida y amable, despliega un discurso escalofriante sobre la supuesta necesidad de erradicar ideas peligrosas, de proteger a la nación del pensamiento libre, de “corregir” a los jóvenes antes de que piensen por sí mismos. Habla de prevención, de orden social, de métodos para desactivar movimientos disidentes con la serenidad de quien imparte civismo. Su presencia corta el aire: es la pedagogía del miedo convertida en espectáculo.



El recurso es contundente. El militar no solo explica, sino que normaliza la lógica que convierte a los seres humanos en problemas a resolver. Su retórica técnica disfraza la voluntad de control y prepara el terreno moral para la violencia. El efecto es doble: incomoda al espectador porque revela la banalidad con la que se profesionaliza la represión y, al mismo tiempo, contextualiza la trama al mostrar la mecánica simbólica que justifica las purgas políticas.

La figura de Violeta Parra es esencial en este entramado. Su legado no es únicamente musical, sino también político, cultural y profundamente humano. Durante la dictadura, su voz y sus canciones se convirtieron en patrimonio vivo para quienes necesitaban afirmar identidad y esperanza en medio de la represión. En Gaspar y Violeta, esas melodías son hilos que unen tiempos y cuerpos.
Hablar de resistencia política en este contexto no es solo referirse a la militancia clandestina o al enfrentamiento directo con el poder, sino también a las pequeñas acciones que mantuvieron vivo el tejido social: la creación artística, la canción compartida, el poema escondido en una servilleta. En la obra, esa idea se encarna en las figuras de Gaspar Rivas y de Violeta Parra, que equilibran y, a la vez, denuncian la fría retórica del presentador militar.


Gaspar y Violeta articula lo personal y lo colectivo, lo documental y lo poético. No es solo homenaje: es advertencia. La memoria, parece decirnos, no puede archivarse. Canta, porque si calla, todo vuelve a repetirse.
