Bajo el azúcar, el horror

Por: Sebastián Flórez*

Entrar al teatro para ver Algodón de Azúcar, de la compañía mexicana Conejillos de Indias, es como entrar en una feria abandonada: luces que parecen festivas, un aire de juego suspendido en el tiempo y, de pronto, un detalle inesperado que desarma cualquier defensa racional: el olor a algodón de azúcar impregna la sala. Ese aroma, aparentemente inocente, se convierte en la primera trampa simbólica de la obra: la dulzura de la infancia transformada en un recordatorio visceral de que bajo lo azucarado también puede esconderse lo podrido.

La directora Gabriela Ochoa ha creado un dispositivo escénico que atrapa al espectador desde los sentidos. No basta con mirar la obra: se la respira, se la huele, se la sufre. Y en ese cruce sensorial se instala un universo que recuerda, inevitablemente, a It (1986), la célebre novela de Stephen King. Como en la historia de Derry, aquí los payasos no son mediadores de la risa, sino heraldos de lo siniestro: figuras que encarnan el miedo, que desvelan traumas ocultos y que despojan a la infancia de su inocencia, convirtiéndola en un terreno fértil para el espanto.

La coulrofobia, ese temor patológico a los payasos, encuentra en esta obra su explicación más estética: el payaso no asusta únicamente por su maquillaje grotesco o por la exageración de sus gestos, sino porque representa lo ambiguo, lo que no puede clasificarse con facilidad. Son personajes que habitan el filo entre lo cómico y lo monstruoso, entre la ternura y lo macabro. Y en Algodón de Azúcar esta ambivalencia se lleva al extremo: lo que debía ser fiesta se convierte en pesadilla; lo que debía ser juego se convierte en tortura psicológica.

El protagonista, Magenta, encarnado por Alejandro Morales, avanza por una feria espectral en compañía de tres payasos que lo conducen, más que a la diversión, a su propio pasado. Cada atracción es un espejo deformante de su memoria, un ritual en el que se ve obligado a revivir aquello que de niño no pudo entender. El viaje es doloroso, pero necesario: el trauma, cuando no se enfrenta, se enquista. El teatro, en esta puesta, funciona como un exorcismo colectivo en el que los espectadores acompañan a Magenta en su descenso y, en ese trayecto, enfrentan también sus propios fantasmas.

Foto: Daniel González

La simbología es clara: el algodón de azúcar, como objeto y como olor, es la máscara del horror. Detrás de lo dulce se esconde lo siniestro; detrás de la risa impostada del payaso se encuentra el trauma de una infancia rota. Esta dialéctica de lo alegre y lo macabro, de lo luminoso y lo oscuro, no es solo un recurso estético: es la esencia de la obra.

En contraste con la novela de King, donde el monstruo adopta la forma del payaso Pennywise para devorar literalmente a los niños, Algodón de Azúcar convierte a los payasos en guías de un viaje interior. No devoran cuerpos, sino recuerdos; no desgarran carne, sino heridas emocionales. Ambos, sin embargo, comparten una verdad común: el verdadero horror está en la infancia, en ese momento de vulnerabilidad donde la realidad se confunde con lo fantástico y los miedos adquieren formas imborrables.

Salir del teatro tras Algodón de Azúcar no es un alivio, es una inquietud. El olor dulce permanece en la ropa, en el cabello, en la memoria, como si la obra se negara a abandonar al espectador. Tal vez esa sea su mayor logro: hacernos conscientes de que, en algún rincón de nuestra vida, quizás queden reminiscencias de un pasado que nos persigue toda la vida y que las encontramos en los objetos mas simples y aparentemente inofensivos que cohabitan nuestra existencia.

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