Algodón de Azúcar o la infancia como herida

Por: Daniel González Palacio

El público entra a la sala y el olor a algodón de azúcar lo recibe antes que la luz. El espacio parece festivo, casi infantil: guirnaldas, luces de feria, colores saturados. Pero esa dulzura es una trampa. Detrás del aroma se esconde una inquietud que se adhiere a la piel. Las obra muestra una contradicción: rostros sonrientes bajo una iluminación que ya anuncia el desgaste, la sombra, la descomposición.

En escena, tres payasos conducen a Magenta, el protagonista, por una feria espectral. No buscan hacer reír, sino revelar. Sus sonrisas son heridas maquilladas; sus gestos, la frontera entre lo cómico y lo siniestro. A cada paso, la risa se convierte en mueca, y el espectador comprende que el miedo no proviene del monstruo externo, sino del eco de su propia infancia.

El protagonista atraviesa escenarios donde lo lúdico se confunde con lo doloroso. El teatro se vuelve espejo, y cada gesto refleja la fragilidad de lo vivido. Los espectadores acompañan al personaje, pero también lo replican: todos, en algún punto, miramos de frente ese pasado que preferimos olvidar.

Al final, el algodón de azúcar vuelve a impregnar el aire. Pero ahora su aroma pesa: ya no evoca la infancia, sino la herida. Los aplausos suenan extraños, como si quisieran disipar algo más que la ficción. Algodón de Azúcar no termina cuando se apagan las luces: persiste en la ropa, en el cabello, en la memoria. Quizás ese sea su mayor logro: recordarnos que lo dulce también puede doler.

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