En la mañana, La Bastilla está envuelta en un olor a café recién preparado y el ambiente sabe a tertulia. Alguno pontifica como si fuese Tomás Carrasquilla, pero en lugar de aguardiente, “una infusión de jíquera” ameniza las conversaciones. Pasado el día, los ritmos norteños y el alhelí reemplazan a las bebidas aromáticas avisando que un nuevo viernes ha llegado.

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Luego de tomarse un tinto, preparado por una señora de cabellos rojos y lentes de montura grande, y pasar su desayuno, Óscar Hernández se sienta en una silla del bar El Pasaje, situado en el peatonal La Bastilla, a esperar ofertas de trabajo. Es una rutina que repite hace 30 años.

A su encuentro llegan Patecumbia o el Siete Mujeres, quienes responden a los nombres de Arnulfo Muñoz, Jesús Gómez. Don Alonso, propietario del bar, completa la lista de quienes alrededor de su tinto buscan solucionar los problemas del país, los de su vecino, o los de algún comerciante del sector que, según consideran, “está perdiendo plata”.

Oscar Hernández, conocido en el circuito de bares y salones de billar como “tatú”, dice sentirse muy a gusto en el lugar: “nos juntamos a tomar tinto y a fumar cigarrillo. Me llega trabajo porque los compañeros me buscan, nos atienden bien, eso es lo que nos mata, a nosotros, los veteranos”.

Cuadros como ése son los mismos desde que Hipólito Londoño trajera desde Caracas (Venezuela) un modelo de cómo servir café. A su regreso a Medellín, popularizó en su negocio, el Café La Bastilla, el “tinto a cinco centavos”, donde las tertulias los partidos políticos.

Antes de la idea de don Polo –como se le conocía-, las cafeterías sólo servían empanadas y jugos y las tertulias se hacían en sastrerías, librerías y en los atrios de los templos de La Candelaria, La Veracruz y San José.

Todos se cuentan

Todos los días con la presencia se llama a lista y si alguno falta, se inquietan y las muchachas que atienden los cafés preguntan por el ausente, si está enfermo o si algo le pasó. Si al siguiente día ocurre lo mismo, ellas se encargan de llamar a la casa.

-¿Son como una familia?

-Sí, nos juntamos seis o siete a charlar hasta las cinco y media…

Interrumpe Patecumbia: -¡Cuáles cinco y media! A la hora del almuerzo usted ya no ve a nadie por aquí, nos desaparecemos. Aunque si me quedo me emborracho, y si no tengo plata nos juntamos, inclusive con el cura John Jairo de aquí cerquita, el problema es que a él le gustan los muchachos.

“Esas son las fotos que necesitamos de los escenarios urbanos, las de los ancianos”, asegura Armando Silva, doctor en Literatura Comparada de la Universidad de California. “En ese tipo de lugares, es posible ver fantasmas y espectadores, lo que sucede es que los fantasmas están dentro los espectadores, son inatrapables, y más que un hecho físico, es un hecho psicológico”, en su libro Imaginario Urbanos.

“A mí me gusta venir a ver mujeres bonitas”, afirma Patecumbia, mientras le guiña un ojo a una -¿A qué más viene uno? Se les da un piquito y uno queda contento por el resto del día – dice.

Este hombre de dentadura impecable, jubilado del Seguro Social, que vive en el barrio Alfonso López, hoy viste pantalón de lino, camisa roja a cuadros blancos con un innegable olor a almizcle y quien hace 30 años frecuenta La Bastilla. “Yo tuve una novia por aquí, pero me dejó un enemigo que una vez me sacó hasta navaja, diciendo que yo la tenía que dejar en paz,”.

-¡Vos no tenés nada con ella!, me dijo. -¡No te hagás pegar una puñalada!,” recuerda Patecumbia.

Filósofas y meseras

Sin contar a las meseras, las mujeres no son muy recurrentes en los paisajes de La Bastilla, salvo en los años del Rock and Roll, cuando los estudiantes de Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana –cuya sede estaba calles arriba, por la avenida La Playa- convirtieron al café La Bastilla en su lugar de encuentro, y ellas se presentaban con minifalda verde a cuadros, suéteres negros, labios pintados y ojeras a lo Francoise Sagan.

Todavía en los años 70, el café seguía siendo prestigioso y gozaba de reconocimiento en la ciudad, pero el narcotráfico, los falsificadores y “la gente indeseable” –comenta uno de los acompañantes de Tatú- convirtieron a La Bastilla en lo que Rodrigo Alberto Martínez Arango en el diario El Colombiano llamó un “culto a Baco”.

La gente también reconoce al pasaje por “la calle del tuvo”: “tuvo plata”, “tuvo esposa”, “tuvo finca”… “Esa creencia está muy arraigada porque se cree que aquí fundían el oro”, comenta Oscar, en una chimenea que hoy está en las construcciones del Salón de Billares El Pasaje. El oro, dice, llegaba de Segovia. Al pasaje vinieron a parar abogados, fiscales, literatos, incluso médicos, pero parece que aquí Dios no se acuerda de nadie.

El pasaje La Bastilla entre la avenida La Playa y Pichincha, atravesando las calles Colombia y Ayacucho, calles que bien podrían ser guardianes, dando lugar a “tres patios” tan distantes uno del otro, que adentrarse en ellos, es explorar un mundo diferente cada cien metros. Las tertulias, los juegos de azar tienen lugar en la primera cuadra –a los pies del majestuoso edificio Coltejer-, en la segunda se imponen los loteros, los libros y el Bar Colón, y en la tercera, los almacenes de ropa.

Hacia 1968, el pasaje sólo llegaba hasta Colombia, pero el Departamento Administrativo de Valorización Municipal decretó que debía extenderse en sentido sur hasta Pichincha.

Letras, tinta y hojas

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Martha Agudelo Tuberquia trabaja con su tío, hombre delgado, de bigote y cabellos blanco, frente al Centro Comercial del Libro y la Cultura hace cuatro años, cuando abandonó su antiguo empleo, de mesera en un bar, -era horrible- afirma. Ella provee el sustento de sus cuatro hijos, y todos los días hábiles se le encuentra de nueve de la mañana a cinco de la tarde, refilando y limpiando los libros de segunda mano que tratará de vender entre dos mil y 30 mil pesos.

Hijo y nieto

Lilia Rosa Liliam Gil Yepes (aunque parezca un pleonasmo, así se llama) cumple un horario similar al de Martha, pero lo hace de puertas para dentro. Esta mujer de 74 años dejó de ofrecer los libros que por 20 años vendió en la Plazuela Uribe Uribe y se trasladó al entonces Centro Popular del Libro en 1991.

“Trabajábamos con unos muebles metálicos, para que resistieran al sol y al agua, no estábamos fijos, como aquí, en locales de madera”. Ella todavía vela por su “muchacho”, de 43 años, quién es padre de un joven de 17 quien, a su vez, está prestando el servicio militar.

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A Martha le preocupa que la Subsecretaría de Espacio Público del Municipio de Medellín venga y recoja sus libros, por eso paga “parqueaderos”, bodegas que guardan sus inventarios en caso de inconvenientes con los servidores públicos. “Los de adentro nos echan a los de Espacio Público. Si ellos no son capaces de vender libros baratos, que lo dejen a uno. La gente necesita economía”, pero si ellos aparecen el paso a seguir es caminar con cinco o seis libros bajo el brazo, y cuando se pregunta por un algún libro, y si Martha lo tiene, es “sólo ir a buscarlo”.

Fantasmas del segundo piso

La segunda planta de aquel recinto comercial parece un pueblo fantasma, tanto en el día como en la noche. “Aquí vendían artesanías, pero ya no tanto. ¡Mire, mire! ¡Cómo está de vacío esto!”, exclama Lilia mientras su mirada intenta buscarme.

A mediados de los 70, los falsificadores del sector de Calibío compartían el espacio con los tinterillos y los mensajeros de la Gobernación, ellos venían de Campo Valdés, de La América y La Floresta. El rumor de la calidad en los papeles fue tal que hasta la firma de los papás fue fácil de imitar.

La Policía tuvo que intervenir, pero unos más astutos que ellos vieron en La Bastilla su nuevo centro de operaciones, claro, luego de probar suerte en los parques de Berrío y Bolívar.

“Aquí a usted le sacan un pasaporte, una cédula, un diploma, aquí se han graduado muchos, hasta dólares encuentra uno aquí, y bien hechecitos” cuenta Patecumbia con cierto recelo.

-¿Quedó algo de los de Calibío?

-No, aquí quedaron los fuertes, con papeles con sellos y todo. Aquí son más verraquitos. Si no, vaya y mire el edificio La Ceiba, hay hasta oficinas.

Añade Tatú que “de La Bastilla son más las historias que hay llorar, que de las que hay que cantar”.

Ya ni Golazo ni el Diablo se ven ahí

Alejandra, de tez blanca y cabellos rubios, trabaja hace seis años en el almacén Migro’s, cinco de los cuales fue empleada temporal. Le decían que el pasaje era muy peligroso: “me daba miedo, a decir verdad, pero cuando toca trabajar, toca trabajar. Espacio Público y la Policía vigilan mucho. Los problemas de seguridad del sector no afectan a esta parte de los almacenes. “Sí se escuchan los rumores, pero sólo eso”, afirma Alejandra, mientras pega etiquetas a las prendas que deberá vender en esta temporada decembrina.

¡Esto eras más caliente!, pero El Pasaje no es la guarida de ningún asesino, “aquí vienen y los rematan, que es muy diferente”, asevera el Siete Mujeres, “sin embargo, nos metíamos todos a los bares, en esa época yo sí tomaba aguardiente”.

“Hace dos años, vinieron dos muchachos en moto, aquí al frente de mi local, la cosa era muy peligrosa”, recuerda Lilia.

Noctámbulos

“¿Usted quiere conocer verdaderamente el pasaje La Bastilla? Véngase un viernes o un sábado y estese en la noche y pregunta por Tatú, así me dicen por cariño”. De noche, el olor a marihuana y a grasa es insoportable, los jugadores de cartas se atiborran en las mesas verdes hexagonales, la sordidez del ambiente puede perturbar, las fritangueras con sus mandiles salpicados por el aceite caliente y los chirrincheros adornan la noche.

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 “Hoy no está tan pesado, hoy no es quincena” se escucha mientras dos septuagenarios pasan tragos entre sí.

“Prometo no tocarle ni una uña, eso sí, si me ve con mi mujer ni se me acerque esa mujer es muy brava, ya le dije todo lo que tenía que decirle, venga el viernes”.

Las tres cuadras del pasaje acumulan historias viejas, como la muerte del ex técnico del Atlético Nacional, Oswaldo Zubeldía, hasta las de dos mineros que ocurrieron en noviembre pasado. Acumulan años viendo pasar anónimos, gentes que detienen el paso y se quedan, para siempre, engarzadas en un juego de cartas, en un trago de alcohol, en la bocanada infinita de un cigarrillo que no terminan más de fumar.

 

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