Era un lunes 27 de marzo, caluroso, con un sol enceguecedor por su fuerte reflejo. Junto con la prisa por llegar tarde me creó una sensación de agobio y sofoco. Llegué al Jardín Botánico y sentí un cambio. Me puse a ver el jardín, a respirar fuerte y profundo, podía respirar sin ahogarme por la contaminación; por esos días era muy sonada en los medios de comunicación.
No era mi primera vez en el Jardín, pero si fue la primera ocasión en fijarme tanto en su estructura, color, personas y animales. La vegetación era verde y brillante, parecía un oasis de vida en mitad de una ciudad en crisis por su alerta naranja medioambiental.
Pasé por el árbol más emblemático del Jardín , “Árbol abuelo, Ceiba Pentandra”, grande, robusto, sus raíces gruesas se salían de la tierra y se enmarañaban. Lo consideré una obra majestuosa, pero no era el único que lo pensaba, Niños , jóvenes y ancianos pasaban mirándolo, abrían sus bocas del asombro, todos sentían la necesidad de parar un instante para adorar y contemplar ese gran árbol con sus copas frondosas de hojas verdes iluminadas por los rayos del sol.
Mientras caminaba vi parejas riendo, abrazadas, parecían una estampa de película. Decidí acercarme a ellos y preguntarles por su interés en el Jardín Botánico.
“_Hola, Muy bien, gracias”- Respondieron a mi saludo sin saber mi interés en ellos. Les expliqué el motivo de mi acercamiento. Sus caras se tornaron pensativas. Mi pregunta era sencilla: -¿Por qué están aquí?-
La joven Camila, respondió primero “Me gusta mucho venir a mirar el parque, precisamente hoy que hace tanto sol y por su serenidad, es muy agradable pasar tiempo aquí”.
Los dos se miraron, se cogieron de la mano y habló José, aparentemente feliz por lo que iba a decir.
“Es un lugar relajante y tengo muchos recuerdos aquí, vengo mucho más desde que estoy con Camila, me gusta pasar tiempo con ella en lugares tranquilos y donde podamos estar relajados”.
Les pregunté sobre recuerdos, anécdotas, los dos parecían muy compenetrados el uno con el otro, contaron la misma anécdota sobre unos patos persiguiéndolos o sobre unos niños viéndolos mientras se besaban, les causó risas e incomodidad. Su lugar favorito era ese donde estaban sentados a unos pocos metros del lago, les gusta admirarlo y dejarse llevar por sus sueños mientras lo reparan viendo las tortugas tomar el sol.
El lago se veía muy brillante, pero las protagonistas eran las tortugas, muchas personas las con rocas, varios niños gritaban sorprendidos “Mira mamá son tortugas, no rocas”, se asomaban estirando el cuello para poderlas ver mejor, irónicamente igual que estiran el cuello las tortugas para tomar el sol.
Un señor paseaba por el lago, tenía una camisa de cuadros y un pantalón marrón, clásico, medio cerraba los ojos, supongo, para concentrarse en los sonidos del lago y pájaros del lugar, me acerqué a él para saber su nombre y preguntarle por su estancia en el Jardín.
Su nombre era Agustín, hacía 5 cinco años que no iba al parque, tenía un semblante relajado. Dijo que se sentía un aire muy puro, para él es un lugar de escape de la ciudad, y le recuerda mucho a la finca. Aunque se expresaba de muy buena forma sobre el lugar, terminó nuestro diálogo diciendo:
“vengo con soledad”, se rió, sus ojos denotaron una especie de recuerdo fugaz, tal vez antes sí si iba acompañado.
Seguí con mi exploración del Jardín, vi iguanas posando para dejarse hacer fotos, estudiantes riéndose, pasando el tiempo, extranjeros disfrutando del sol, mucha variedad de personas y animales. Entre las personas estaba David, estudiante de la Universidad de Antioquia, estudia licenciatura en ciencias naturales, y es malabarista, seguramente no fui el único en fijarse en su actividad, se veía muy concentrado.
“Me parece un espacio cómodo con ambiente chévere, practico malabares porque estoy en un circo, normalmente practico en los semáforos, pero me gusta mucho venir aquí después de clases por su espacio diferente y puro, lleno de animales”.
Entre sus anécdotas del lugar están sus cicatrices de cuando practicaba parkour. Yo no era su único admirador en ese momento, los patos parecían contentos cerca de él, estaban tranquilos en grupo, parecían esperando a ver que hacía David.
Me acerqué a Gildardo, estaba recogiendo ramas secas, vestía un uniforme de estampado de hojas anaranjadas y amarillas, una especie de camuflado, también portaba un sombrero y guantes. Lleva 7 años trabajando en el Jardín Botánico, denotaba su agradecimiento por estar ahí
“Yo soy de pueblo”, dijo,” haciendo referencia a su amor por la naturaleza y animales. “Soy una persona serena, me gusta llevarme bien con todos y estar en un ambiente sano, sin discordias con nadie”.
Para él lo que más agradece de su estancia en el Jardín es hacer lo que le gusta y poder haber estudiado la primaria con ayuda de las directivas del lugar. Se despidió con una sonrisa, y un “A la orden cuando lo necesiten”.
Muchas son las experiencias recogidas de un lugar emblemático de la ciudad, las personas felices, los pájaros cantando, los animales libres sin temer a los humanos, el brillo intenso del sol adornando el lugar creando una atmósfera de cuento. Más que un jardín es un paraíso.