En una fría y pequeña habitación, atravesando bastos matorrales, se encuentran cinco cachorros de raza pitbull en absoluta oscuridad, sobreviviendo a base de pan y poca agua, atados con cuerdas y durmiendo entre sus propios desechos.
Allí, además, los acompaña otro perro mestizo de mayor tamaño, pero no en mejores condiciones. Encadenado a la pared, algo viejo, se le notan los golpes de la vida -o más bien de su dueña-.
Un mal día, la mujer se descuida, la puerta entreabierta de esa oscura habitación permite entrar a ella un pequeño rayo de sol al que los cachorros no están muy acostumbrados. Uno de ellos logra escapar de su cautiverio, pero por ironías de la vida, al conseguir su libertad se topa con la muerte. Sus cuatro hermanos tampoco obtendrán, al menos por ahora, la anhelada libertad.
La muerte casi accidental del cachorro está explicada en la repulsión de su dueña hacia otros animales del sector, y a que ella misma ponía platicos con veneno para que no invadieran sus predios.
En el 2016, según el general William Salamanca, director de Protección y Servicios Especiales de la Policía, los casos de maltrato animal cerraron el año en 10.500. (Vea aquí el artículo de El Tiempo).
La Sociedad Protectora de Animales, quienes ahora se encuentran cumpliendo nada más y nada menos que 100 años; para el 2001 ya contaban con entre 500 y 550 animales rescatados, cuando se obligó al Municipio de Medellín por un fallo de tutela a construír el Refugio La Perla.
Voy caminando entre barro y un sendero pedregoso e inclinado. Son las 2:35 de la tarde y el sol irradia un calor ardiente como nunca antes lo sentí en esa montaña antioqueña, localizada en el sector de Belén Altavista parte alta -¡y vaya que bien alta!- trato de huirle al bochorno metiéndome bajo el techo de una casa. Es una finca típica antioqueña, con corredores amplios y materas de mil colores colgadas del techo, pintada toda con rojo y blanco.
Me siento en el muro que separa el corredor, aliviada por dos razones: poder huirle al sol y haber llegado a mi destino.
Esa hermosa finquita pertenece a Doña Ángela, una mujer de 74 años que no sólo es «la señora de la tienda» sino el terror de los animales del sector: perros, gatos, caballos, todo lo que se mueva y pueda llegar a entrar en lo que ella define «sus tierras». Una parcela pequeña, pero bien temida.
Cuando al fin recupero el aire perdido por la caminata de 20 minutos, toco a la puerta con gran firmeza. Nadie responde. Grito por la pequeña ventanilla de la tienda: ¡Doña Ángela!… pero nadie responde.
Me siento nuevamente en el murito, por una hora y cuarenta y tantos minutos.
A punto de perder toda esperanza, aparece doña Ángela subiendo el empedrado. La veo acercarse de lejos y la ansiedad aumenta. Al llegar, ella me saluda con un muy natural:
– ¡Qué hubo mija!
Yo solo hago una mueca forzada tratando de convertirla en sonrisa y le respondo:
-¿Cómo está?
Ella empieza a hablarme sobre todo lo que ha hecho y dejado de hacer en el día; pasado un rato y ya muy hastiada, la freno con una pregunta seca y cortante:
-¿Usted por qué es que envenena a los animales, no le da pena?
Ella, atónita, no pronunció palabra por al menos 10 segundos, calculo. -Los 10 segundos más eternos de mi vida- luego me dice:
– Hace tiempo yo hacía cosas malas.
No le gustaba que los animales aledaños se metieran a su propiedad porque tenía que cuidar que no arruinaran la pequeña huerta que tenía en su patio, la cual sembraba con sus hijos Juan Pablo y Alexander.
Ángela con la mano bien puesta en su cara, aunque con cierta risa burlona, expresa la vergüenza que le provocan las preguntas sobre el tema y sabe que no estuvo bien lo que hacía; pero ¿quedó ese modo de actuar en el pasado realmente?.
Evadiéndome a la perfección, Ángela se mete a la tienda, y hace como que realiza algo muy importante que no puede esperar. Comienza a mover de lugar tarros de una cosa y otra, haciéndose la sorda ante mis cuestionamientos sobre el tema. Entonces la dejo.
Sigo subiendo por ese camino de barro y piedras, me dirijo hacia la casa de Martha Correa, quien ha vivido junto a Ángela por más de veinte años y con dolor contradice lo que su vecina afirma.
–Ella nunca ha dejado de matarnos a los animalitos, dice.
Martha tenía un perro de raza French Poodle llamado Muñeco y asegura que murió envenenado luego de meterse por los predios de Ángela.
Al enterarme quise regresar a hablar con Ángela -conociéndome, más bien reclamarle- pero no fue posible. Ángela no volvió a dar la cara.
Es cierto que la vergüenza tiene cara de perro, aunque en este y todos los casos lo considero un insulto para tan nobles seres.
Me quedo sentada en el murito de la casa de Ángela, arqueo la espalda contra una columnilla de madera pintada de rojo… allí acababa todo, o eso pensaba. A poco de desistir e irme, apareció Juan Pablo el hijo de esta mujer. Cruzamos unas cuantas palabras y surgió el tema -bueno, lo hice surgir, muy sutilmente y con tanto rodeo como suelo hacer todo (sarcasmo)-, entonces le dije:
-¿Cómo es eso que dicen, que su mamá envenena a los animales de por aquí?
La respuesta de él me deja más atónita de lo que pensé que a él iba dejarle mi pregunta.
-Si, ¿cómo le parece?
Por primera vez no sé qué decir, y hago un gesto arqueando los hombros.
Él parece notar mi incomodidad y prosigue.
-Es que está como loca, yo peleaba mucho con ella por eso y por todo, no nos entendíamos y me botó de la casa. A mi mamá le echan la culpa de la muerte de por ahí como 6 gatos y varios perros. Pero lo de los animales envenenados es lo de menos.
¡¿Qué cosa podría ser peor?!
Juan Pablo me lleva por la parte de atrás, rodeando la casa. Avanzamos por un pasadillo estrechísimo, mientras las ramas de los matorrales me golpeaban la cara. Fuimos a dar al patio de atrás de la finca, donde había una casucha que él llamaba la «picadora», aguanté las ganas de salir corriendo, sólo porque de aquella casucha empecé a escuchar un sonido: Ladridos.
A medida que me acerco los ladridos se hacen más fuertes, más desesperados, como cuando un secuestrado siente un aire de escape … imagino que así lo sintieron.
Al abrir el rechinante portón así están: encerrados en la fría y pequeña habitación, en medio de los bastos matorrales que me dieron en la cara, los cuatro cachorros de raza pitbull en absoluta oscuridad.
En esa casucha maloliente se encuentran separados en dos secciones, machos y hembras. Me acerqué a los pequeños pero temblaban de miedo, traté de ofrecerles mi mano pero dieron un brinco de pánico. Resulta que ninguna palabra de afecto puede cambiar en unos minutos tanto tiempo de oscuridad.
Finalmente, mientras Juan Pablo me compartía la historia del cachorro que murió, Ángela salió para ver qué pasaba. Se mostró tosca y algo agresiva al preguntarle a su hijo qué carajos hacía.
Salí de su casa haciéndome la sorda ante lo que fuera que me estuviera diciendo mientras caminaba tras de mí. Cuando al fin me sentí fuera de su territorio acabé con un:
-No crea que voy a dejar así.
Lo que ella me respondió con un portazo.
Pero ¿cómo se podría acabar con el círculo vicioso de ignorancia, en el que viven quienes maltratan a los animales? ¿qué cambios se han dado en la ciudad de Medellín que apunten a erradicar el maltrato animal? Según Jhon Tabasco, oficial encargado del area de Comunicaciones Estratégicas de la Policía Metropolitana, existen toda clase de charlas y eventos que promueve esta entidad en pro de los derechos animales, pero que todo este tema de preocupación es exagerado.
«La situación de los animales en Medellín no es tan grave como lo quieren hacer ver (…) además, no es que todos los días maten o dejen perros amarrados a los árboles.»
El señor Aníbal Vallejo Rendón, presidente de la
Sociedad Protectora de Animales de Medellín hace 30 años y hermano del escritor Fernando Vallejo, se pronunció también al respecto.
– «Nos sentimos incapaces de ver la oleada de cosas que están sucediendo en Medellín y que tratan de tapar para mostrar una imagen completamente irreal de lo que está pasando con los animales.
(…)Ellos (el estado o la municipalidad) están repitiendo lo que la Protectora hizo y los logros obtenidos no son logros de la ciudad de Medellín, sino de las leyes que ha gestionado la Sociedad Protectora de Animales y quienes me precedieron».
Son las 5:20 de la tarde, y el frío de la montaña ya comienza a hacer presencia, parece que va a llover porque se ha ennegrecido el día. El sol ya no quema tanto. Yo me voy por el mismo camino de piedras, sendero abajo, con más preguntas que las que tenía cuando a penas lo recorría cuesta arriba. Llegué buscando a una mujer por envenenar a los animales del sector, y me voy con la historia de una mujer que a parte de que reconoce lo del envenenamiento, también tiene a varios caninos atrapados en las peores condiciones posibles.
Ya se encuentra vigente la denuncia ante Inspección Ambiental.
No se ha hecho efectiva ninguna medida contra Ángela, aún.
La situación de los caninos sigue por definirse…
Por lo pronto el orgullo que profesan las entidades sin ánimo de lucro, como la Sociedad Protectora en su centenario, sigue en aumento puesto que son los encargados de mejorar la vida de muchos de estos seres desde hace años… antes de que cualquier entidad gubernamental se preocupara de hacerlo.